Tenía unos 7 u 8 años de edad cuando empecé a tomar conciencia de lo que era la muerte. Recuerdo que a partir de entonces, cada vez que mis papás me leían un cuento antes de dormir se me escapaban unas lágrimas traicioneras que rápidamente trataba de disimular.
Sentía una felicidad enorme cuando, estando arropada en mi cama lista para dormir, miraba a mamá o a papá junto a mí leyéndome una historia para arrullarme. Me sentía protegida. Pero a esa felicidad le seguía un sentimiento de tristeza porque sabía que en algún punto del camino esos momentos no se repetirían más, me provocaba un gran miedo que llegara el día en el que tendría que despedirme de ellos dos.
Una fría madrugada de abril del año 2011 apareció en nuestras vidas la intrusa que nadie quiere ni espera recibir y fue así como uno de mis mayores miedos se hizo real, tuve que ver partir a mi papá.
No logramos dimensionar lo definitiva, tajante y dolorosa que es la muerte hasta que nos enfrentamos a ella.
Siempre sentiré que me faltó un abrazo más, un consejo más, un minuto más. Hoy la fotografía de mi papá ocupa un lugar en nuestra ofrenda y al verlo sonriendo, sonrío yo también. Sonrío y recuerdo todo lo vivido, todo lo que de él aprendí, recuerdo sus chistes, recuerdo cómo me despertaba cantándome para ir a la escuela.
Me acuerdo también de los domingos en familia, esa rutina dominical en la que mis hermanos, mis papás y yo reíamos durante el desayuno, cada domingo eran las mismas bromas pero era también la misma alegría de estar juntos. ¡Qué grandioso regalo fue, es y será haber coincidido los cinco en esta hermosa familia!
Dicen por ahí que el mejor homenaje que podemos hacer a los que ya no están es continuar viviendo, yo creo que no hay mejor ofrenda que recordar con amor a quienes se adelantaron, vivir honrando su ejemplo, disfrutar cada instante compartido con quienes queremos, y apreciar que estamos en vida… mientras la vida nos siga dando tiempo.