Después de 20 años desocupé un escritorio de madera que me compraron mi mamá y mi papá cuando entré a secundaria.
Estoy por cambiarme de habitación y aunque mi intención era renovar algunos muebles, era tal mi apego a cosas del pasado que incluso consideré la posibilidad de pintar este escritorio para seguir usándolo. Siendo una persona tan nostálgica, me he aferrado a cosas que me recuerden a las etapas más felices de mi vida y ese escritorio es una de esas cosas, pero en estos últimos meses he entendido que hay que aprender a soltar.
Al desocupar el escritorio y sacar mis libretas, plumas, colores y demás, vino a mi mente un recuerdo hermoso. Cuando tenía exámenes en la preparatoria o en la universidad muchas veces me desvelaba estudiando y como mi papá usualmente se dormía hasta la madrugada, a veces abría la puerta de mi habitación para saber cómo iba el estudio, para darme ánimos o para preguntarme si quería que me preparara un cafecito o un chocolatito caliente.
Casi pude volver a verlo, con su sonrisota y diciéndome “Lorenita, ¿cómo vas?”. Tanta fue mi emoción que tuve que dejar de limpiar los cajones del escritorio para correr a escribir esto, porque no quiero olvidar esos momentos tan lindos que hace mucho tiempo no se aparecían en mi mente.
La vida es un andar y en ese andar vamos conservando las piedras del río que cruzamos y todos aquellos objetos que nos recuerdan algo, que nos hacen evocar días soleados, días de risas y felicidad. Los paisajes cambian, las personas que caminan junto a nosotros a veces se adelantan en el trayecto con la promesa de que nos reuniremos de nuevo al llegar al destino final. Y sí, aunque hay cosas que nos traen memorias hermosas, lo más valioso que acumulamos durante nuestro camino siempre será lo que llevamos en el corazón.