Viernes por la tarde, acababa de llover. Por el retrovisor veo aproximándose al auto de atrás, en una fracción de segundo pienso “me va a chocar” y unos instantes después siento el impacto del choque. Unos segundos me quedo paralizada por el susto y por el dolor de cuello que no se hizo esperar.
Enseguida, la señora que me chocó bajó de su auto y se aproximó al mío para preguntar si estaba bien y para pedirme que la disculpara, las suelas de sus zapatos aún estaban mojadas por la lluvia, por lo que al intentar frenar la suela resbaló y sólo pudo desviar el volante sin lograr esquivarme.
Afortunadamente el médico me dijo que todo estaba bien y lo único que necesitaba eran medicamentos y un reposo relativo.
Ese día tomé una ruta distinta de la planeada y esa ruta me llevó a estar en el lugar y en el instante preciso en el que la conductora del auto que iba detrás de mí no pudo frenar. Por un momento pensé que eso no hubiera pasado si hubiera tomado la ruta planeada en un principio, si me hubieran atendido más rápido en donde estaba unos minutos antes, si me hubiera demorado un poco más pagando el estacionamiento… Pero el hubiera no existe.
Entonces, en vez de seguir molesta dándole vuelta al asunto, opté nuevamente por una ruta distinta: dar gracias porque nadie resultó herido. ¿Qué tal si ese choque me protegió de un peligro más grande?
Después de una tarde caótica como esa disfruté tanto el llegar a casa y poder meterme a la cama a descansar. Y antes de dormir, como casi todos los días pero ese día con más emoción, agradecí a Dios y a la vida por un día más, una oportunidad más, y por el enorme regalo que es tener en vida a mi mamá, a mi familia, a mi novio que desde hace muchos años es parte de mi familia y a mis mejores amigas que también lo son.
Ese día aprecié mucho más todo lo bueno que tengo en mi vida y también pude apreciar aquello que para nada tenía la pinta de bendición pero que al final sí que lo fue, pues para mí fue un recordatorio de lo breve que es nuestro paso por este mundo.